Colón-Unión, Unión-Colón: el clásico
santafesino pasó de ser un elemento de unidad y progreso a una herramienta de
provocación y violencia.
¿Alguna vez nos detuvimos a pensar por
qué nombramos dos veces a los equipos cuando se juegan los clásicos? ¿Tanto
enoja al hincha mencionar primero al rival cuando es local, que debemos
invertir el orden por las dudas? Si cuando los cuadros de Santa Fe enfrentan a
Arsenal no lo hacemos. O a Aldosivi, o Belgrano, o incluso a Boca y River. Se
acostumbra anunciar primero al local y eso no alarma a nadie. Salvo que se
juegue el clásico, claro. La misma intolerancia aparece si se grita más fuerte (o largo) el gol
de uno o de otro en una transmisión radial, con la cantidad de palabras que se
destinan en un diario, o los minutos que se le asignan en un programa de TV.
Atravesamos un periodo de tolerancia
cero en el futbol santafesino. Se exacerban los errores del rival, se
transforman acontecimientos triviales en hitos históricos que manchan o relucen
los pergaminos de cada institución según la conveniencia. En las épocas previas
a cualquier clásico el hincha escarba en busca de excusas para atacar a su
oponente. Y últimamente los actores que, supuestamente, ocupamos espacios que
demandan mayor racionalidad, les estamos sirviendo razones en bandeja.
El cruce entre sabaleros y tatengues
pautado por la Copa Santa Fe perseguía un objetivo claro: alcanzar una madurez
a partir de naturalizar el enfrentamiento deportivo, buscando reducir la
violencia en torno al partido. A esta altura de la historia estamos a un abismo
de distancia de lograrlo.
Si hacemos una cadena de
responsabilidades para explicar por qué se llegó a este punto de conflicto,
seguramente el hincha estará en el último escalón. No está exento, pero no
acciona por motus propio sino a partir de estímulos externos. La escala de responsabilidades
aumenta si pensamos en quiénes provocan esos estímulos. En este sentido, cada uno
de los implicados nunca pudo mirar más allá de su propia nariz. En ningún
momento percibió lo que ocurría más allá de su círculo de intereses. Así se
dejaron pasar varias oportunidades de solución hasta llegar a un espiral de disputas
que parecía interminable.
Lo cierto es que Colón buscó postergar
el partido desconociendo las fechas establecidas, Unión se tornó inflexible en
busca de un rédito deportivo sin importarle el espíritu de la competición, los
organizadores de la Copa le buscaron un resquicio al reglamento para contemplar
las razones de los dos y tirar la pelota hacia adelante, y el gobierno presionó
con el único objetivo de que el clásico se juegue sí o sí para no pagar las
consecuencias políticas del posible fracaso del torneo que impulsó. Todos
caminaron mirándose el ombligo y terminaron chocando la pared.
La “guerra” de comunicados, las
declaraciones desubicadas de los involucrados y la escasa colaboración del
periodismo en pos de calmar los ánimos colaboraron para generar un contexto de
tensión que condicionará peligrosamente la disputa del próximo clásico por el
torneo de Primera División.
Todos los implicados en esta historia
probablemente no dimensionan el daño que le produjeron al partido más
importante que tenemos los santafesinos. El enfrentamiento trunco, por una Copa
que al parecer no perdurará en el tiempo, hirió de muerte una relación entre
ambas instituciones que en los últimos tiempos se desarrollaba en buenos
términos y con respeto. Será muy difícil volver a reconstruir el vínculo roto.
El fútbol de Santa Fe acaba de perder
una batalla fundamental en la misión por alcanzar la madurez definitiva. Es más,
por las actitudes registradas en estos días podemos afirmar que sufrió una
regresión a la adolescencia. Y así, con dirigentes ausentes de capacidad, tolerancia
y sentido de la responsabilidad, el terreno se torna cada vez más fértil para
que siga ganando la violencia.